Un día con una familia nómada en Mongolia: GOBI y ERDENE ZUU [Etapa 7 Transiberiano]
Dos días por la profunda Mongolia que sirvieron para conectar con el alma de la tierra. Lo más parecido a un Pekín Express que he podido hacer nunca.
Mongolia es el país del Gobi. Había que visitarlo sí o sí, pero ir al Gran Gobi implicaba muchos días. Como os contaba en este artículo donde hice una selección de qué ver en Mongolia, una buena opción para visitar parajes variados y en un tiempo justado es ver el Pequeño Gobi en Elsen Tasarkhai. Además, dentro de todos los monasterios que posee Mongolia, el de Erdene Zuu, en la ciudad de Jarjorín o Kharkhorin, es el más antiguo y más auténtico. Merece la pena visitarlo.
Despertamos en Ulán Bator y Baatar nos avisó de que él no podría acompañarnos estos días. En su lugar vino Baima, una simpática y joven chica que nos hacía de guía y nos cuidaba mucho, preguntándonos a menudo “Are you ok guys?”, y junto a ella, un conductor que nos llevaba en una furgoneta. Tras parar en una gran superficie de las afueras de la ciudad para comprar desesperadamente un desodorante (en los supermercados normales no había), conseguí uno y emprendimos la ruta hacia Elsen Tasarkhai. Por el camino fuimos recorriendo las interminables estepas mongolas, plagadas de rebaños de corderos, caballos y gers salpicados que hacían del paisaje una delicia. Todo ello se acrecentaba con la música que ponían en la radio, donde descubrí algún temazo mongol como “Sanaj baina”, de la banda Hurd.
Tras unas cuatro horas y media de viaje, llegamos a Elsen Tasarkhai, que es el nombre de una pequeña porción de desierto formado por una sombra orográfica, conocido como el Pequeño Gobi. El desierto empieza sin más, cambia drásticamente de una pradera verde con riachuelos a una masa arenosa, teniendo como fondo unas montañas de unos colores que parecían únicos.
Aquella noche dormíamos con una familia mongola en un ger. Era una de las experiencias que más esperaba, y no me defraudó. Había varios ger: uno era nuestra habitación (la de invitados, con cuatro camas, una mesita, dos sillas, y sacos de dormir), otra era la sala-comedor (había alguna cama, y en el centro estaba el mueble con todas las fotos de la familia, el ordenador junto a la montura del caballo, un pequeño armario con utensilios de cocina y un gran cubo con masa para la cena, una mesita con taburetes…), y otros ger como habitaciones para dormir el resto de la familia (que eran bastantes, vivían todos: abuelos, hijos, nietos, tíos…).
Nos recibió la abuela en el ger principal, nos dio un cuenco de leche de cabra para sorber y unos caramelos como bienvenida. Después, vino un chico con unos camellos para darnos un paseo por el desierto. Así fuimos durante una media hora desde el poblado hasta el desierto, ¡se iba muy cómodo! Por cierto, estos eran los auténticos camellos, de dos jorobas y muy peludos, originarios de Asia. Los otros camellos africanos son en realidad dromedarios, que solo tienen una joroba. Hacía un viento terrible, que cuando llegamos al desierto se transformó en tormenta de arena. Notad que era agosto, a mediodía, y yo iba con dos camisetas, un jersey de lana islandés y un chaquetón.
Cuando volvimos a los ger, vi a unos niños jugando: estaban subidos unos a otros a coscoletas y jugaban a tirarse. Realmente me apetecía mucho jugar con ellos y vi que les faltaba uno porque eran impares… me acerqué y en menos de treinta segundos ya tenía a una niña encaramada en mi espalda. Solo bastó con decirles hola. Después se peleaban porque querían ir todos conmigo, ya que era el más grande y no podían tirarme. Así estuvimos un buen rato… jugando y cayéndonos en la tierra, teniendo como fondo el desierto y unas montañas que jamás olvidaré. De repente, Baima vino a buscarme diciéndome que ¡dónde me había metido! Que qué hacía allí con los niños, en plan que jugar era cosa de niños y no de adultos. Hasta que le dije que seguro que a ella le gustaba también, y le dije que se subiera a mi espalda. Los niños empezaron a reírse sin parar y ella super avergonzada “que no, que una chica no podía hacer eso”. Hasta que los niños estaban “sí, sí”, y la subí y estuvimos jugando todos y riendo. Después, nos aprendimos nuestros nombres y nos despedimos, pues Baima me estaba llamando porque el abuelo nos iba a llevar a recoger el ganado a caballo.
El abuelo era una persona que no sé cuántos años tendría, y aunque su piel estaba muy arrugada, tenía una vitalidad que lo hacía montar a caballo como un joven. Nos subimos a caballo sin tener idea de dónde íbamos. Como no hablaban inglés, todo era mediante signos, y lo único que decía era “Ulán Bator” y señalaba al horizonte. Nos estaba gastando una broma de que íbamos a llegar hasta la capital cabalgando. Hasta que, por fin, llegamos a un campo con vacas, y vimos que estaba gritándoles… y seguíamos hasta las últimas vacas… hasta que comprendimos que estábamos recogiendo al ganado. Así que empezamos a gritar también, imitando el sonido que hacía el abuelo. Las vacas obedecían al instante, y las veíamos andar hacia donde habíamos venido. Mientras, los terneros iban correteando y saltando alrededor de sus madres. Primero las llevamos a beber a uno de los riachuelos que pasaban por allí, y después nos soltó nuestros caballos y nos dejó solos a la vuelta. Mi caballo no corría por mucho que le decía Go Go Go! Me costó mucho arrancarlo, jaja. Al final, cerca de los ger había como un pequeño establo, donde una de las niñas esperaba al abuelo para cerrar la puerta. No hay palabras para explicar cómo me sentí yendo a caballo por aquellos parajes, con un viento tan fuerte que iba a arrancarnos, y viendo la naturaleza en todo su esplendor. La cotidianeidad de algo tan mágico como la tradición. Me sentí antiguo y verdadero.
Cuando llegamos, volví a jugar con los niños mientras preparaban la cena. Esta vez nos pusimos a jugar al “De Kairo Joro”, la versión mongola del palito inglés. Así estuvimos hasta que llegaron sus padres y me volví a mi ger, donde Baima nos trajo una cena que consistía en tallarines secos con trozos de cordero y zanahoria. No estaba malo. Después comenzó a anochecer, y el abuelo se acercó a nuestro ger para ayudarnos a hacer la cama. Como he comentado, hacía mucho frío, y necesitábamos dormir en un saco de dormir dentro de la misma cama. Fue muy tierno que viniera el abuelo a enseñarnos. Y nos quedamos un buen rato hablando, pues todos se acostaron muy temprano, y cuando salí a mear fuera era de noche cerrada y había una oscuridad absoluta… no había ninguna luz por pequeña que fuera, nada a kilómetros a la redonda. No distinguía el cielo de la tierra, salvo por las estrellas. Y me dio algo de miedo estar allí en medio, por si algún animal venía por la noche. Recuerdo que también empezó a llover, y me gustó escuchar el sonido de la lluvia sobre la lona del ger.
Cuando despertamos, fui a la zona de “aseo”, que era una letrina con unos 3 metros de profundidad, y una estaca en medio del campo que tenía un recipiente lleno de agua. Después pasé a ver el rebaño de la familia, y estaba el abuelo y otra mujer más seleccionando cabras y cabritos. Después volvimos a desayunar un cuenco de leche de cabra y emprendimos la ruta con Baima y el conductor hacia Jarjorín, donde se encontraba el monasterio de Erdene Zuu.
Con unos escasos 10.000 habitantes, Jarjorin es una de las ciudades más importantes de Mongolia. Situada a seis horas de Ulán Bator (373 km), la actual Jarjorin se asienta en el emplazamiento de la antigua Karakorum, la capital del Imperio Mongol en el siglo XIII. Genghis Khan estableció la capital en este paraje, posteriormente se trasladaría a la actual Pekín. Un siglo después, Karakorum sería arrasada por soldados manchurianos. Lo más atractivo de la ciudad es el impresionante monasterio de Erdene Zuu.
El monasterio de Erdene Zuu fue construido en 1535 con los restos de la antigua ciudad, y fue el primer monasterio budista del país. Su recinto está amurallado con 100 estupas. Cuando llegamos era todavía temprano, y además del frío terrible que hacía, estaba lloviendo aguanieve. El extenso solar que hay a la entrada se había convertido en un barrizal y no había casi nadie, lo que nos permitió visitar el monasterio muy cómodamente.
Hay tres templos principales, dedicados a las tres etapas de Buda: infancia, adolescencia y adulto; además de varias dependencias para otros usos. En estos templos había un olor muy…. característico. Frente a las estatuas doradas de Buda había vitrinas con ofrendas que se realizaban, que consistían en tartas de mantequilla. Imaginaos el olor que tiene que echar eso, llevaban siglos esas tartas allí. Estaban petrificadas. Además, las paredes, pilares y figuras de dragones estaban hechos de madera forrada, que en su interior tenía lana de oveja. Lo vimos porque había una parte rota, y el interior estaba relleno de esa suave lana que olía a choto. Todo esto hizo que el monasterio me pareciera muy auténtico, y más sumándole su importancia en la historia. Dentro de estos templos no se podían hacer fotografías, pero hice algunas desde fuera por la ventana. Eran una delicia.
Además está el templo Laviran, que es donde actualmente sirve para meditación de los monjes, una gran estupa de oro en el centro del reciento, y varias rocas con formas de león, falo o tortuga (animal sagrado). Era casi mediodía y estaban preparando una ceremonia para la tarde. Nos contaron que ese día, iniciaban a unos chavales. Se podía ver a los monjes haciendo pruebas de sonido, preparando mesas, y nos dijeron que incluso habría espectáculo de lucha libre mongola. Qué pena me dio tener que irnos y no poder verlo… pero debíamos recorrer las 6 horas hasta Ulán Bator y hacer unas compras de última hora, ya que al siguiente día nos íbamos a China.
Cuando acabamos la visita, ya había salido el sol y el antes barrizal era ahora un amplio aparcamiento con muchos puestos de souvenirs y antigüedades, donde compré algunas. Pero antes, ¡regatead!